sábado, 27 de octubre de 2007

Blanca

Blanca

Robinson atravesó el badén de la esquina hacia el otro lado de la calle, en busca de una cabina telefónica. Llamó al Halcón desde allí para que lo pusiera en contacto con el Canario, aquel que pernotaba en las noches de invierno; compartiendo aquellas bolsas blancas estrechas, de dos pulgadas de largo, por un intercambio mínimo que auguraba la suspensión de la vida y la llegada al bajar del precipicio de la muerte.

Robinson llegó al lugar previsto con el Halcón, el bar era pequeño, con las puertas del letrero labradas en caoba. Al entrar le pidió a la camarera una cerveza. Ahí esperó al Canario, subyugando la botella como si estuviera comprimiendo la conciencia, no sé por qué, pero tomó el asiento más cercano al baño, le temblaban las manos al tocar la botella fría que ingirió casi de dos tragos; era tarde en la noche y los comensales empezaban a llegar.

Entre los parroquianos que entraban, distinguió a uno de ellos, de mediana estatura, con un gabán hasta las rodillas, discreto en el vestir. Era el mismo individuo descrito por el Halcón, el Canario levantó la cabeza como en busca de algo o de alguien. Robinson levantó la mano derecha tímidamente. Al verlo, el Halcón caminó algunos pasos hacia la mesa, extendió sus manos inesperadamente estrechadas por Robinson, se sentó frente a él, dejando deslizar suavemente su gabán hacia la izquierda; poniendo al descubierto una chapa color oro, deslumbró la mirada de Robinson. Era un cuarenta y cinco especial.

―Soy el Canario ―le dijo. Hablé con el Halcón al otro lado del río.

Robinson lo miró fijo, en línea recta, sus maxilares se movían agitados cada vez que llevaba la botella de cerveza a la boca. El Canario movilizó la mano derecha, sacó una bolsa color nieve del bolsillo izquierdo de su gabán; Robinsón arrugó la cara y de sus ojos brotaron dos lágrimas que recorrieron sus mejillas. El canario no se alarmó. Había recorrido este camino varias veces con individuos distintos, probando su eficacia para el negocio. Con un movimiento imperceptible, depositó la bolsa blanca en el mismo lugar de donde minutos antes la había sacado. Miró a Robinsón a la cara, le dio la mano y salió del lugar.

domingo, 24 de junio de 2007

sábado, 23 de junio de 2007

Las curvas de las palmas



Camino a la Victoria, el carro permaneció de manera transversal en la calle, sin un movimiento que denunciara lo que había sucedido; sólo el chirrido de las gomas al conductor hundir hasta el fondo el pedal de los frenos alertó a los moradores del lugar, quienes, presa de curiosidad, salieron a investigar las causas de aquel escándalo.


Dentro, en el mazda azul, descubrieron a un individuo con las manos aferradas como tenazas al timón, la espalda tensa contra el asiento, con la expresión de quien después de un choque emocional busca seguridad en el medio que lo rodea. Con una sonrisa seca, el individuo miraba la luna en lo alto, a la vez que contemplaba petrificado en el retrovisor sus cabellos crispados, empapados de un sudor anómalo que destilaba por su frente, por la camisa, y en el pantalón ya formaba una raya estrecha que se iniciaba en la cintura y se iba abriendo paso en la medida en que el líquido bajaba hasta llegar a los zapatos que permanecían aferrados al freno, dejándolo escapar gota a gota.


Encima del asiento de la derecha, una Biblia abierta, evidenciaba que Gabriel venía de una iglesia a eso de las 11.00 de la noche, cuando le sucedió el trance que lo mantenía en aquella lastimosa posición.

—¿Qué pasó? —se preguntaron los moradores, rodeando el carro.

Gabriel había terminado de trabajar a las seis de la tarde, como habitualmente sucedía. Llegó a su casa, se bañó y, antes de salir, recogió la Biblia. Le dijo a Guadalupe, su señora, a eso de las 7:30, que se iba temprano. La mujer sabía que su marido deseaba ganar tiempo, porque la carretera que conducía a la iglesia estaba en mal estado. Al llegar al centro religioso, en el municipio de la Victoria, participó en el oficio, durante el cual se celebró la despedida del pastor Ismael, quien se dirigía hacia la ciudad de Nueva York, con la intención de seguir expandiendo la palabra del señor.

Pasada las 10 de la noche, al salir de la Iglesia, el hermano Ismael le sugirió que tuviera cuidado por el camino, especialmente en la curva de las palmas, porque algunos bandidos se esconden por allí.

Gabriel, hombre de doble moral en el amor, hacía sus travesuras ocultándose en el redil de las ovejas del señor, donde él sacaba pingues beneficios, tanto en lo económico, como en lo sentimental. Al mismo tiempo, le servía como coraza de protección, contra las constantes insinuaciones de Guadalupe.
Despu
és de despedirse de una de las Marías, entró al carro de donde sacó la raqueta del bolsillo de la camisa para darle forma a su pelo crespo. Vestido con pantalón blanco y corbata azul, se dispuso a manejar siguiendo por la carretera que lo devolvería hacia su casa. Encendió las luces. En la radio sonaba un bolero de Fausto Rey. Giró la llave y puso en marcha el vehículo, levantando una ligera nube de polvo.

Por el camino, la brisa gélida lo obligó a subir los cristales. El otoño estaba muriendo, dándole paso al invierno que se encontraba esperando el relevo. Algunos vehículos le rebasaban en dirección a Villa Mella, y otros a la Victoria.
Llegando al cruce de las palmas, vio a un individuo arrastrando los pies, de aspecto cansado; el hombre, de mediana estatura, llevaba un sombrero negro y una camisa a cuadros ra
ída. Como caminaba por la parte derecha de la carretera, por una trocha abierta entre altas hierbas, Gabriel no podía verles los pantalones.

Aunque advirtió el descuido del campesino, porque sin duda lo era, se estacionó encima del pasto, delante de él. Buscó debajo de los asientos y encontró un periódico del día anterior, el cual utilizó para proteger el asiento, donde posiblemente se iba a sentar el desconocido. Tomó la Biblia, la trasladó al centro de los dos muebles para dejarle espacio al señor, mientras colocaba las páginas sobre el asiento. El individuo, al llegar al vehículo, se detuvo en seco, observó detenidamente a Gabriel antes de entrar, como si tomara alguna precaución, siempre con el sombrero negro inclinado hacia delante en forma vertical.

Gabriel intentó descifrar aquella cara, pero el sombrero y la oscuridad se lo impidieron. La carretera estaba en penumbra, apenas refulgía bajo la luz de la luna.

El desconocido abrió la puerta de atrás, sin ninguna explicación, sentándose en el sillón trasero. Durante el trayecto, el individuo no atendió a conversación alguna, encerrándose en un mutismo total, sólo gesticulando con la cabeza. Esto desconcertó a Gabriel, quien lo miró por el retrovisor, sin poder conectarse visualmente con la cara del individuo.

Gabriel bajó un poco el vidrio de la ventanilla. Una corriente de aire penetró, recorrió todo lo ancho del carro, pasó de prisa, rasante, reviviendo el olor pútrido del pasajero. El anciano no se inmutó; sólo el sombrero se movió hacia arriba y abajo, con un movimiento involuntario. Gabriel arrugó la cara al percibir el hedor. Se encontraban a unos cien metros del caserío de Las Dolores, cuando una voz cavernaria, fúnebre, lo asaltó de pronto, crispándole los vellos: ¡Aquí me quedo...!

Conturbado, sintió un vértigo en su cabeza, como esperando un golpe, una estocada, al recordar de pronto las palabras de Ismael, advirtiéndole sobre los ladrones del lugar. Volvió el rostro y sufrió un estremecimiento, al ver cómo el anciano atravesaba la puerta del carro, aún en marcha, se levantaba el sombrero negro que había permanecido inclinado todo el trayecto, para dibujar en sus labios una sonrisa ambigua. Las piernas de Gabriel se estiraron como dos estacas y el carro se detuvo de golpe. La Biblia brincó del asiento como algo vivo, deteniéndose encima de los periódicos abiertos. La brisa arreció en ese instante de tal manera que removió algunas páginas de la Biblia y se detuvo en la hoja de las Epístolas del Apóstol San Pablo a los Romanos, capítulo 8, versículo 2, señalando lo siguiente: “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y la muerte”.

La mujer perfecta




Dejó una cartera con un manojo de billetes verdes sobre la repisa, al lado de la mesa, junto a su amigo William, el connivente, abría las piernas para montarla encima de las dos sillas al lado de la suya. En seguida, le dijo a Margot “tráeme el güisqui de la tapa negra y bríndales a todos los comensales una cerveza en mi nombre”.

William miró a Brando
—¿Qué te pasa? —preguntó Brando.
—Entre tantas personas que hay en este momento, vas a tener que pagar un dineral —le contestó William.
—No importa —objetó Brando—, los negocios van bien; diviértete como yo. Además, parece que no te has percatado del Rubión que entró por esa puerta, podría decir que es casi perfecta para ser verdad.
—¡Oh, oh, ya comprendo! —aludió William.
—Es la única manera de impresionar a las mujeres —dijo Brando—. Vete a la barra a conversar con las demás chicas, tómate lo que desees. Si te inspira alguna de ellas, ya sabes el camino. Dile a Margot, que todo corre por mi cuenta; la noche es joven como diría una canción, ella promete dejarse seducir —sentenció Brando.

Pasaron algunas horas, antes de que Brando tomara la decisión de convencer a la Rubia, a la que él había bautizado con el nombre del Rubión. Las muchachas del bar de Margot, les servían a los clientes sentados en el bar, con vestuarios pintorescos, aun cuando muchos de ellos estaban ya en estado de embriagues.

Mientras el Rubión permanecía en aquiescencia, con las cervezas que le enviaba Brando a través de Margot, quien hacía las veces de maipiola. Ella, por su parte, aceptaba con cierto agrado que el galán se le acercara. Su mirada evidenciaba cierta complicidad con la bellaquería ofrecida por Brando, reclamaba su presencia, parecía eternizarse sentada de espalda a la vidriera que daba a la calle, en la mesa del centro, a la entrada del bar.

Brando se tomaba su tiempo para aproximarse al rubión, dejando que la bebida fermentada hiciera el trabajo y, sobre todo, para no ser descubierto por algún personaje oscuro que le llevara la información a su esposa.

Los comensales al pasar, estiraban la mirada por la comisura de los ojos, para ver aquella hermosa mujer, pues varios de ellos, sólo pasaban por aquel lugar a tomarse una bebida para despejar la rutina, mientras otros lo hacían eventualmente.

William entre tragos se había enredado con la JL., una mulata bronceada. Entre el mostrador y el baño, una hendidura estrecha se habría, por donde descendía una escalera, los rayos de la luna caían, descansando en un jardín henchido que fragmentaba el bar. Escalando por la escalera; tres habitaciones afloraban: una al fondo y las demás al extremo.

Eran las doce de la noche, cuando Brando se levantó de la silla, después de haber consumido la mitad de la botella de Güisqui, sintiéndose un Hércules a la víspera.






Entendió que había transcurrido suficiente tiempo para realizar su hazaña, ya que la noche lo ocultaba con su manto. Cuando intentó levantarse, sintió una tontera, un mareo, trastabilló y como pudo, colocó las manos sobre la mesa para reponerse, abriendo las sillas a su paso, para descargar una mirada, un suspiro en el Rubión que lo esperaba incesante, misteriosamente por más de tres horas; como cuando se le hecha maíz a una parvada de gallinas.

De camino hacía la mesa, echó un vistazo a Margot, para que ésta, creara las condiciones necesarias para el aterrizaje. Ésta asintió con un movimiento imperceptible, mientras el Rubión sacó un cigarrillo de la cartera en aptitud nerviosa, por la inmediación de Brando, lo encendió, exhaló una porción de humo para luego expulsarlo en dirección a Brando, lo que en nada le gustó a Margot, quien se mantuvo a la expectativa, ya que el negocio percibía menos dinero cuando los clientes no consumían su producto.

Al llegar a la mesa, Brando, escogió la silla contigua a ella, se le arrimó a su anatomía, próximo a la oreja izquierda, para decirle algo confidencial. El bar cuyo ambiente estaba contaminado del humo de los cigarrillos, de las conversaciones que despedían alcohol y música interpretada por Monchy y Alexandra no le permitió a Margot escuchar la conversación. Brando se levantó de la mesa y le invitó a estar en un lugar más privado, a lo que ella accedió cortésmente.

Brando extendió la mano derecha al cielo, como en señal de victoria, coexistiendo el mensaje para su cómplice. El Rubión, soltó una sonrisa quisquillosa, irónica, mientras Margot tenía en sus manos la llave número trece para entregársela a Brando; camino a la escalera, éste se detuvo, dejando al Rubión en el primer peldaño, dio algunos pasos hacia atrás, dándole la señal Margot, ésta le insinuó a Brando tener cuidado con esa mujer.

Ambos subieron, Brando consintió que su consorte subiera delante, él, no perdió de vista sus piernas, ilusionado por su perfección, atravesaron el ángulo de la luna, el Rubión lo esperó, mientras Brando se la arrebató al piso, levantándola por las piernas y la espalda, lo cual lo hizo flaquear.

La llevó a la cama del festín, prendió la luz. Ella le suplicó entre besos y abrazos que la apagara, Brando embriagado de amor y alcohol accedió a la petición de su amada. Mientras la besaba sin acatamiento, despojándola de sus prendas; el vestido amarillo pegado a su cuerpo, los sostenedores que llevaban todavía el sello de la tienda donde lo había comprado. Pero al explorar la parte media, el Rubión lo contuvo con sus manos ardorosa, sudorosa, lo aisló de las pantaletas, interrumpiendo el curso acelerado de las palpitaciones del corazón, y de una montaña de siete pulgada que se levantaba de los pantaloncillos blancos. El Rubión se alejó de la cama para deshacerse de sus prendas íntimas y dejar libre el vergel codiciado; en la oscuridad y como caballo desbocado, Brando la penetró, abriéndose paso con fuerza, pero sin avanzar hacia el fondo, retrocediendo una y otra vez sin sentir la humedad de aquel vacío fatídico.

domingo, 25 de febrero de 2007

Juro




Juro que la libertad medrará en la cordillera,
se hará incorregible al alborear,
fijará canciones de santo crítico,
de flautista incorporado.

Juro que la canción viciará sus letras,
la conocerá, mantendrá su norte con el soplo de una melodía,
sin vida.

Lo juro, se establecerá el enigma como canto,
su rostro ríspido ahuyentará la calma,
dará vida al candor sonoro.

Juro que le daré vida a la libertad,
aún en su ataúd.